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sábado, 26 de febrero de 2011

Concurso "El bien y el mal" La Carbonera (Por Francisco José Palacios Gómez)

Y llegamos por el relato numero 26, ya queda menos para el final, y se que estáis disfrutando mucho con sus lecturas, gracias por estar ahí.
Sin más, continuamos con el siguiente concursante y recordar que las opiniones y comentarios a cerca de los relatos participantes sean constructivos, de buen gusto y con respeto.

En la cabecera del blog encontraréis el resto de relatos ya publicados, por si os habéis perdido alguno.

Ahora a leer y disfrutar

Muchos besos





La Carbonera (Francisco José Palacios Gómez)




Ése era el sobrenombre con que la conocían los vecinos del barrio.

•¡Carbonera! ¡Que tu padre ha desembarcao, vete deprisa pa tu casa! – le gritaba una vecina que volvía del mercado, la cesta colgando del brazo, llena de escasos alimentos y de muchas noticias oídas en aquél mentidero.

Y corriendo que se iba María, el cuerpo temblándole como las flores en un día de levante, presa del pánico. Allá quedaron en la plaza los juegos que compartía con otros niños, los saltos, las risas, los corre-corre que te pillo…Rauda se dirigía hacia el miedo y el dolor.

•¡Que viene pa! – informó a su hermana pequeña, Matilde, la Carbonera chica, que jugaba sentada en el suelo con una piedra, a modo de muñeca, meciéndola entre sus brazos. Las pupilas se le dilataron con el terror que le provocaba ese hombre enorme, sucio y cruel, al que debían llamar padre.

Entraron por el zaguán oscuro, de pasillo prolongado, que desembocaba en un viejo patio de losas sueltas, y accedieron al interior del bajo izquierda, su hogar desde que nacieron.

•Llena de agua el barreño y coge un paño limpio – ordenó a la pequeña Matilde, que se apresuró en aupar un cubo de hojalata, casi tan grande como ella, y se dirigió al centro del patio, al pozo. - ¡Y sacúdete la ropa, que la tienes llena de polvo!

Mientras, puso una olla a hervir y sacó, de un ajado armario, unas patatas llenas de moho. ¡Cuántas veces durante las últimas semanas se había relamido pensando en devorar esos manjares! Pero el miedo a una paliza era mayor que el tenido a la muerte por inanición.

A duras penas y con sumo esfuerzo, Matilde, la Carbonera chica, acarreó varios cubos de agua, hasta que el barreño circular situado en medio de la estancia estuvo lleno.

•Zúrcete ese agujero…¡rápido!

Matilde estaba lívida por el miedo, pero consiguió controlar sus nervios y, cogiendo aguja e hilo, se apañó para coser el boquete del traje mil veces puesto para todo.

El agua de la olla empezó a hervir y María echó varias patatas peladas en su interior. Rebuscó por los cajones algo de sal, sin éxito. Una mueca de frustración y miedo se dibujó en su rostro. A su padre no le gustaba que el almuerzo estuviera soso. Agitó el abanico bajo las brasas, para avivar su poder calorífico. Había guardado esos trozos de carbón para el regreso de su padre. María era muy precavida en lo que a evitar arranques de cólera de su progenitor se refería.

Una de las apolilladas puertas se abrió de un violento golpe. Paco Carbonero, entró en su hogar, la bota de vino colgando lánguidamente de un hombro, el petate con la ropa sucia en el otro. Su inseparable navaja asomaba por encima del fajín rojo. Descomunal como una montaña, robusto y fuerte cual bestia salida de los avernos, el pelo cano, enmarañado y sucio y los dientes amarillos, observó la estancia.

•¿Dónde están mis princesas? – bramó con una sonrisa estúpida en el rostro.

Las niñas dejaron sus quehaceres y se dirigieron sumisas a darle un beso en la mejilla a su padre.

•¡Mmmm! ¡Algo huele muy rico por aquí! – graznó con su voz rota, de borracho habitual, moviendo su nariz arriba y abajo. Tiró el petate a un lado y se dirigió a la olla humeante.

La Carbonera recogió presta la ropa sucia, dispuesta a lavarla en cuánto su padre diera permiso. Éste, con la misma cuchara de palo con la que María había removido las patatas, engulló de buen grado gran parte del contenido del recipiente. Luego, expulsó un sonoro eructo.

•Ahí os he dejao un poco – anunció, generoso. – Aunque está algo soso. Voy al catre un rato, que estoy reventao…¡No molestéis, y ni se os ocurra salir a la calle! – con estas palabras, se dirigió a la estancia que usaba de dormitorio.

Las niñas suspiraron aliviadas. Luego, apuraron la comida que su padre les había dejado. Al menos, había regresado de este viaje de buen humor…María sabía que eso no iba a durar demasiado.

La Carbonera, María y la chica, Matilde, se metieron en la estancia contigua a la que había ocupado su padre. Allí, en esa vieja carbonera, dormían las dos juntas, sobre un montón de paja, cual animales. Notó como su hermana pequeña temblaba. La abrazó.

•No te preocupes…- susurró a su oído. – Mientras yo esté aquí, nada te va a suceder.

Paco el Carbonero, marinero de profesión, padre de las Carboneras, María, la mayor, y Matilde, la chica, era un hombre sin alma. “El mayor bicho que exista en la tierra”, según palabras textuales de algunos vecinos, que no se atrevían a decírselo a la cara, pues ese hombre era una especie de monstruo irracional que actuaba por impulsos.

Desde que acabó la guerra, era marinero del “Horizonte”, un barco mercante que hacía la ruta de las Islas Canarias. Entre su sueldo, que se gastaba en burdeles y alcohol, y los trapicheos con los productos de contrabando que traía desde las islas, sobrevivían él y sus hijas a duras penas. La posguerra estaba siendo muy dura, una época de hambrunas y muerte. Su mujer murió poco después del conflicto bélico, presa de “algo malo”, como decían las gentes del lugar cuando alguien se moría a causa de una enfermedad desconocida. Paco la odiaba por haberlo dejado sólo con las dos niñas. A decir del Carbonero, lo había hecho adrede, eso de morirse, por las palizas que solía meterle cuándo estaba borracho. Tampoco le importaba demasiado, pues, al menos, sus hijas seguirían haciendo las tareas domésticas y cuidarían de él, como merecía todo hombre.

También se buscaba la vida, en tierra, robando carbón de las carboneras de la estación. Con la noche como cómplice, saltaba las rejas de la estación de tren, accedía a las construcciones achaparradas que contenían el carbón y robaba uno o dos sacos. Luego, los escondía en la estancia donde dormían sus hijas, en un cuarto secreto que había bajo aquélla. Levantando una losa, en lugar de tierra, una compuerta de madera daba paso a una pequeña habitación. Una vez, las niñas le preguntaron por el origen de aquel cuarto secreto, a lo que el Carbonero respondió que se trataba del lugar donde antiguos piratas escondían su botín de las posibles pesquisas que pudieran hacer las autoridades. Quizás no fuera descabellada la original hipótesis de Paco, teniendo en cuenta la historia de la ciudad donde vivían. Ahora, el Carbonero la tenía llena de baratijas que traía consigo de sus viajes. También la utilizaba para esconder el carbón robado. Luego, trocaba el combustible con sus vecinos, por comida o algunas monedas. De ahí que las gentes, haciendo un juego de palabras con el apellido de las niñas, las llamaran las Carboneras.

El regreso de Paco era el inicio de un calvario para María y Matilde. Su padre no las dejaba salir durante el período que duraba su estancia en tierra. Las encerraba en su cuarto todo el tiempo que le placía, y las castigaba severamente si se quejaban. Las niñas no salían durante días, y de nada servían los llantos y súplicas. Se conformaban charlando entre ellas, y escuchando, con mucha envidia, a los niños que jugaban en la calle. Paco era tremendamente violento. Cualquier cosa le molestaba: si el agua del baño estaba fría, le propinaba una sonora bofetada a la causante; si la ropa no estaba bien planchada, fuerte patada…Las hermanas debían ser muy cuidadosas con todo lo que hacían o decían. Incluso con lo que no hacían ni decían.

Su violencia, su maldad ilimitada, era de sobra conocida por los vecinos. Se rumoreaba que en la guerra de los años diez y veinte, muchas mujeres autóctonas, seducían a los soldados españoles, que las seguían excitados, encontrando la muerte en las manos de grupos de hombres enemigos que los esperaban escondidos dentro de las casas. Contaban que, a Paco, una de esas mujeres intentó hacerle la jugada, provocándolo sensualmente para que dejara su patrulla y fuera con ella a algún sitio apartado. Paco sacó su navaja y la rajó de arriba abajo sin darle posibilidad de defenderse. El niño que gestaba quedó colgando del vientre abierto de la madre moribunda. Decían también las lenguas chismosas que, cuándo un preso de la cárcel local daba problemas, la guardia civil detenía a Paco con cualquier excusa, como la de meterse en alguna reyerta o pegar a sus hijas. Una vez dentro, negociaban con él: la libertad por meter en cintura al rebelde. Poco duraba el genio del preso de turno. Paco, pronto dejaba claro quién mandaba allí. Los presos más viejos le respetaban lo indecible, pues el Carbonero no dudaba en lisiar o matar si era necesario, con la complicidad de las autoridades.

Si se emborrachaba era peor que el demonio. Muchas veces, tras darle una paliza a sus hijas, se encerraba con María para tocarla, mientras jadeaba como un perro. La niña, con objeto de evitar que se centrara en su hermana menor, se dejaba hacer. En esos momentos en que su padre se apretaba encima de ella, María se evadía, observando absorta a través del enrejado de la ventana, desde la que se veía el infinito mar, azul y límpido…Muchas veces, su madre muerta se asomaba desde fuera y le cantaba viejas canciones de cuna para que se olvidara de lo que le estaba pasando. Mas, Paco, de repente, se reponía de su ataque y, antes de consumar, se levantaba diciendo: “Aún no; aún no…sólo es una niña…”. Entonces, se marchaba, dejando a María una irreparable marca, en el cuerpo y en el alma.
El padre Saturnino, quién tenía mucho cariño a las pequeñas hermanas, había hablado a veces con él. Cuando los vecinos las escuchaban gritar, desesperadas, algunos golpeaban la puerta de la casa de Paco, exclamando: “¡Déjalas, que sólo son unas niñas!”, sin atreverse a entrar para evitar el enfrentamiento con el Carbonero. Otros vecinos ignoraban lo que ocurría…¿cómo podía decirle alguien a un padre la manera en que debía educar a sus hijas? Pero el párroco intentó convencerlo, en una charla amistosa en la taberna, de que debía cejar en su comportamiento hacia María y Matilde.

•Es que no se qué me pasa, padre – había respondido el Carbonero, sumiso cual cordero ante ese representante de Cristo. – Es el vino, que me duele aquí arriba y me vuelve loco – se excusó clavando el dedo índice en su sien.

Pero, al final, siempre volvía a las andadas.

Cuando partía a otro viaje, las niñas suspiraban aliviadas. Seguramente las hubiera matado de saber que pisaban la calle en su ausencia. “Sólo las furcias van solas a la calle…¿ustedes sois unas furcias?” reñía borracho como una cuba a las dos hermanas, que sollozaban asustadas, totalmente inmóviles de puro miedo.

La Carbonera, María, guardaba un poco de petróleo para resguardarse del frio durante los viajes de Paco. Su padre cerraba con llave la puerta donde tenía el preciado carbón, por lo que las niñas se morían de frio con el crudo invierno. El Carbonero partía hacia sus viajes sin preocuparse por dejar a sus hijas comida, dinero o manera de calentar la casa en su ausencia. Es por ello por lo que, cuando entregaba a María algo de dinero destinado a comprar petróleo para la lámpara que Paco tenía en su estancia, aquélla se cuidaba de volcar algunas gotas en una vieja lata de galletas que perteneció a su madre.

Escondía la lata en casa de una vecina, que le guardaba el secreto. Cuando su padre marchaba y el frío arreciaba, la niña usaba el combustible para encender una hoguera que las calentara, dentro de un cubo de metal. Aunque a duras penas, iban sobreviviendo. La caridad de algunas mujeres del barrio, que les daban pequeños curruscos de pan, o las vainas de las judías verdes hervidas, evitaba que murieran famélicas. El padre Saturnino, que ayudaba con el poco dinero destinado a su sustento a las familias más necesitadas de la ciudad, era otra inapreciable ayuda con la que contaban las desdichadas hermanas. A veces, el párroco guardaba los recortes de las obleas y se las llevaba de regalo a las Carboneras. Las niñas las devoraban como si de una inigualable chuchería se tratase.
Nadie osaba plantar cara a Paco el Carbonero. Ni siquiera la guardia civil que, como se ha narrado, lo utilizaban a veces para sus propios fines. Aunque eso no obstaba para que, en ocasiones, le dieran un toque de atención: “Paco, si las matas, vas a pasar mucho tiempo en prisión. Aguanta un poco la mano”.

Ahora, su padre había regresado. Matilde se quedó dormida sobre el jergón de paja, pero María no lograba conciliar el sueño. No podía evitar imaginar los calvarios a los que iban a enfrentarse las dos hasta que Paco volviera a marcharse. El suave oleaje, que rompía contra la muralla sur de la ciudad, era suave melodía que acunaba a María, arrastrándola con sus efectos calmantes hacia el mágico y hermoso mundo de los sueños. Pero un porrazo la arrancó de la duermevela. Con sorpresa, se percató de que había anochecido. María había estado durmiendo todo el día. Fuera, en la estancia de la pequeña cocina de carbón, oyó a su padre cantar muy alto viejas marchas militares. Su voz se empañaba bajo los evidentes efectos del alcohol. La puerta se abrió de súbito.

•¡Fuera de aquí, Matilde! – ordenó sin lugar a réplica.
La Carbonera animó con suavidad a su hermana pequeña a que abandonara la habitación.

•Ya lo he visto…- anunció con una risa gutural, tambaleándose frente a María. – Los paños manchados. Felicidades: ya eres toda una mujer.
La guardia civil había inspeccionado la casa, tras la denuncia de los vecinos. Habían hallado, bajo una de las estancias, el foco del incendio. Reconocieron el cuerpo carbonizado de Paco, el Carbonero, por la navaja de gran tamaño que siempre llevaba al cinto.

•No lo entiendo – había dicho uno de los agentes. – El carbón no arde tan rápido. Le hubiera dado tiempo de escapar, aún borracho como una cuba como estaba, según dicen los que le vieron por última vez salir de la taberna. Además, la trampilla por la que se accede a la carbonera secreta estaba cerrada con llave. Alguien tuvo que hacerlo.

•¿El qué? - preguntó el padre Saturnino, que había acudido corriendo al saber de la desgracia, preocupado por las hermanas.

•Prender fuego al carbón y cerrar la trampilla con llave.

•No señor – dijo tajante el cura. – Está claro que ha sido un accidente. El abuso del vino puede ser mortal.

•Claro, claro. Así lo comunicaré al capitán y al alcalde – respondió el guardia, mirando de soslayo a las hermanas que, de manos del cura, observaban abstraídas el suelo. Sus ropas manchadas de hollín evidenciaban la suerte que habían tenido de no morir pasto de las llamas.

•Yo me ocuparé a partir de ahora de vosotras – anunció el padre, sacándolas de allí para siempre.

María, la Carbonera, dejó de hablar durante mucho tiempo.
No volvió a hacerlo hasta que Matilde, la Carbonera chica, le contó cómo había oído la voz de su madre llamando a Paco desde la habitación secreta. Él, borracho, había acudido a su reclamo. Luego se había quedado dormido.
Una cerilla, la confabulación de una vecina y el contenido de la lata de galletas, hicieron el resto.

9 comentarios:

Kaley dijo...

Genial, una bella historia que cuenta lo que por desgracia ha ocurrido siempre y sigue ocurriendo sin que nadie tenga el valor suficiente de ponerle fin.

Anónimo dijo...

En este relato, titulado “LA CARBONERA”, su autor Fco JOSÉ PALACIOS GÓMEZ nos presenta la figura de PACO, EL CARBONERO, un hombre déspota y cruel que no deja de abusar física y verbalmente de sus hijas, con la aquiescencia de los vecinos y las autoridades… Cuántas veces hemos visto en el Telediario a las vecinas de una víctima de género decir “¡Esto ya se veía venir!” Y yo –como el autor- nos preguntamos escandalizados: “¿Y por qué no hicistéis algo entonces en vez de salir ahora en el TELEDIARIO?” Pero lo que no puede la hipocresía vecinal, ni la compasión de algunas buenas mujeres, ni la bondad del párroco, lo consigue una de las hijas, y es que, no se debe subestimar el poder de un niño cuando se trata de defender a otro, más aún cuando es su hermana, porque a los niños aún le queda imaginacion, resolución, y nobleza… MORALEJA: A todo Paco, el carbonero, le llega su hoguera… aunque sea en una caja de galletas…

La reseña de este relato con foto y demás relatos en:

http://homografiagay.blogspot.com/p/comic.html

Juanjo dijo...

Bravo, un relato realista de lo que pasó, pasa y pasará. Me falta que el desenlace sea más extenso, con más detalles, pero es normal siendo un relato. Me haces ver todos los rincones que explicas, las acciones e incluso la cara de las niñas sin apenas describirlas. Es un gustazo leer algo en que no se mezclen ágeles, vampiros o seres varios. Te invito a que entres en mi rincón y te leas el relato "de 8 a 9 - Padre"
Felicidades
Un saludo

Juanjo

Unknown dijo...

Cuántos infiernos se encierran entre cuatro paredes.

Muy buen relato.

Saludos

Francisco Palacios dijo...

¡Muchas gracias a los tres!
Me alegro que os haya gustado la historia. La verdad es que no es necesario acudir a seres sobrenaturales para describir el bien o el mal. De todo hay en este mundo terrenal, sobre todo demonios con cara de ángeles, o lobos que no se cuidan de parapetarse tras la piel del cordero, por la indiferencia de la sociedad.
¡Un abrazo!
Francisco

Francisco Palacios dijo...

¡Gracias Esgarracolchas! Me alegro mucho de que te haya gustado...¡un abrazo!

Vicent Maganer Ripoll dijo...

La crueldad del relato no deja indiferente en absoluto :)
Me ha gustado

laqua dijo...

Qué situación la que describís... me dieron arcadas de horror, porque es cierto. Trágico y cierto. E intemporal.
Me encantó.

Lu Morales dijo...

La realidad siempre ha superado con creces la ficción. Y este sobrecogedor relato, tan real como la vida misma, tan sencillo y explícito, es de una verdad apabullante, que no deja indiferente a nadie.
Estupendo relato!