La mujer sin nombre
Obsesionada con Elvis, peinada de igual forma y escuchando Clementine
dentro de su cabeza. Paseaba a cámara lenta y se depilaba los brazos para
sentir mejor el aire. De gesto endurecido a causa de las heridas pasadas y las
decepciones del ayer, ella siempre fingía, siempre demostraba estar dormida
cuando le hablaban directamente.
El pitillo colgaba flácido y encendido de su boca, cegando
sus pestañas y obligando a sus ojos a entornarse. Era una chica dura, era una
mujer atormentada por su enfermedad inexistente, por su comportamiento
cambiante y la necesidad de parecer de piedra en todo momento.
Por las mañana lloraba a escondidas bajo sus sábanas, se
destapaba con la furia de un titán para afrontar el día, y barría de su cuerpo
el sudor con duchas frías y estropajo de aluminio. Pensaba que tenía que quitar
todo lo soñado durante la noche de la forma más dolorosa, con la esperanza de
no volver a pasar por ello.
El miércoles dobló la esquina del cementerio con la
intención de obviar el camino de baldosas que conducía hasta su tumba, pero
como de costumbre, sus pasos la traicionaron y terminó sentada sobre la lapida
de granito. Talladas las letras en plata con la inscripción de aquel nombre tan
afilado y destructivo. “Algún día conseguiré traerte de vuelta”… repetía en voz
baja, asustando a las viejas viudas que la rodeaban.
Se tumbó boca abajo y pegó la mejilla a la tapa mortuoria, concentrando
la mirada en algún punto lejano e irreal. Allí, en el horizonte de su
imaginación estaba él con los brazos cruzados, erguido sobre un montículo de
arena y mirándola directamente a los ojos. Ella perdió la noción del tiempo y
se quedó dormida a varios metros del cadáver enterrado.
La noche llegó pasadas unas horas, acompañada de la luna
llena y brillante que daba sombra al cuerpo de la mujer sin nombre. No despertó
hasta que las gotas de lluvia empaparon su cuerpo, su ropa de cuero negro.
Su tupé cuidadosamente peinado en la mañana se había
consumido. Los mechones de pelo oscuro y corto enmarcaban sus facciones. El frío
caló hasta sus huesos y el corazón se quedó helado.
Un segundo antes de despegar su piel de la tumba, escuchó el
golpear de la madera bajo la tierra. Uñas que arañaban el interior de la caja.
El ataúd estaba cobrando vida.
Muy lejos de sentir miedo, se incorporó poniéndose de
rodillas sobre las letras de la inscripción, y con las palmas pegadas al
granito, repasó el contorno con la yema de los dedos.
“Despierta” dijo entre
dientes, sin saber si se lo decía a ella misma o era una orden para el hombre allí
enterrado desde hacía diez años.
La música volvió a su cabeza, la ropa mojada reducía su
movilidad, el olor a muerte saturaba su nariz, y como si sus plegarias, al fin,
se hubiesen escuchado, la lapida se abrió.
3 comentarios:
Me ha encantado, Irene. Qué fuerza tiene este relato. Y que gran retrato de esta dama que más que imaginarla la veo paseando por las calles de mi ciudad. No, paseando, no, arañando el aire.
El final es romántico total. Gótico, que es una forma de romanticismo, pienso.
Precioso y el retrato psicológico perfecto. O al menos eso pienso yo.
Besos.
Esa amistad aparente con la muerte le facilita el regreso de él.
Fascinante la ficción.
Muchas gracias Igor y Mario, fue solo una imagen en mi cabeza y salió esto, me gustó el resultado y ahí está jejejej
No creo que escriba jamás una novela, los relatos cortos me dan mucha vida, pero formar tramas largas.... a ver si para el siglo que viene..
Besotes enormes para ambos!!!
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