Los días trescientos
Diario del día trescientos junto a ti.
Has llegado puntual como de costumbre. Me encantan tus hoyuelos.
Me siento débil y flaquean mis piernas cuando te acercas a darme el primer beso…
lo echaba de menos. Me persigues escaleras arriba corriendo. Me encierro en mi
cuarto y esperas suplicante tras la puerta mientras me cambio de ropa por enésima
vez. “¿Dónde iremos hoy?” Te grito. “Sorpresa, princesa”. Contestas. Olvido
adrede ponerme el brillo de labios, de todos modos, terminaría emborronando
toda mi cara tras tus besos. Salimos abrazados de la casa y me abres la puerta
del coche, despacio, como dando paso a la princesa persa que merece sutileza.
Rodeas el coche con rapidez y me besas antes incluso de cerrar tu puerta. La
radio de fondo se escucha a un volumen muy bajo, casi un susurro dentro de la
nube que me provoca tu cercanía. Tu palma toca mi muslo y se desliza hasta la
rodilla, presionas, sonríes. Te observo concentrado en el asfalto y las luces
artificiales de la noche. El sonido del tráfico que nos rodea es imperceptible,
la autopista brilla de naranja y blanco mientras me acaricias ahora el brazo,
hasta llegar a mi mano. Entrelazamos los dedos y me dejo resbalar en el
asiento, apoyando la cabeza en el respaldo y cerrando los ojos, disfrutando del
olor que desprende tu piel, una mezcla de cuero, gel y after shave. Abro los
ojos cuando el vehículo se para por completo. Siento el aire del exterior
golpear mi rostro. Tus labios acarician mi mejilla y tu mano sobre mi brazo
tira de mi cuerpo para sacarme fuera. Una cala privada se abre ante nosotros,
nocturna, silenciosa, en completa calma y solitaria. Las olas golpean las rocas
cercanas, producen la melodía de la banda sonora de mis sueños. Bailo
interiormente a su compás. Miro fija la luna en el horizonte, aún guarda su
calor, resplandece llena y nos contempla con envidia. Me abrazas por la espalda
y besas el hueco tras mi oreja. Dejas llevar tus dedos por mi columna y trazas
un elaborado puzzle en forma de dibujo ininteligible. Hundes tu cara en mi pelo
y aspiras con fuerza, dejando ir el aliento en un suspiro que eriza el vello de
todo mi cuerpo. Tus brazos rodean mi cintura y los sujeto. “No te separes”.
Digo muy bajito. “Nunca”. Recibo en el oído. Intentas aflojar mi agarre y emito
un gruñido inconsciente. Siento tu sonrisa en mi mejilla. Giro sobre mí misma
para mirarte, contemplando el oscuro de tus ojos, el largo de tus pestañas, el
calor de tus labios, la incipiente barba. El primer beso me acaricia la frente.
Cierro los ojos y me dejo llevar por el calor de tu cuerpo pegado al mío, por
la sensación de protección que me da tu contacto. El segundo beso choca
repentino sobre mi nariz, sonoro, rápido y divertido. Mi entrecejo se frunce y
abro los labios. El tercer beso acalla cualquier palabra, dejando nuestras
bocas unidas. La tersura de tu piel me estremece poniéndome nerviosa. Tiemblo. Sueltas
mi cintura y enmarcas mi cara con las palmas, acercando el contacto y colando
la lengua en mi interior, sorbiendo mi saliva y besando cada parte con
vehemencia. Las lenguas bailan despacio, en un acorde perfecto que se
sincroniza con el silbido de una radio lejana. El beso se profundiza, se acentúa.
Incrementando la pasión y velocidad hasta conseguir que deje de respirar. Jadeo
en tu boca y curvas el gesto, satisfecho. Y sin dejar de tocar mi mejilla,
bajas una de las manos por mi costado, elevándome del suelo y acoplando
nuestros cuerpos, hasta que ambos encajan a la perfección. Hechos el uno para
el otro.
Despierto a la mañana siguiente, esta vez han sido más de
diecisiete horas junto a ti. Tiempo robado a la vida, arañando minutos poco a
poco. Espero pasar pronto las horas que nos mantienen separados.
Diario del día trescientos uno junto a ti.
Las copas de los árboles son nuestro techo, las estrellas se
ocultan allí arriba, pero no tengo ojos para ellas en estos momentos. Tu cuerpo
bajo el mío se agita, respira, se acalora, se ensalza. Estás apoyado al tronco
de un árbol caído, con las piernas separadas, y mi cuerpo entre ellas como una cómoda
cuna, en la que incluso, logro escuchar una nana. Un dedo juguetón se desliza
por mi clavícula y rueda por la tela del sostén, provocando que el bulto bajo
la tela se endurezca y salude a su dueño. Paseas bajo la prenda la yema,
pellizcando con cuidado el pezón, rodeando la aréola y tragando saliva. “Sabes
que no opondré resistencia si quieres probar su sabor”. Digo, dejándolo claro.
“No provoques a la bestia si no quieres sufrir las consecuencias”. Contesta
rugiendo cerca de mi hombro. Le guiño un ojo y bajo el tirante del lugar donde
se sujeta. Ladeo mi cuerpo y cruzo las piernas sobre sus caderas, sexo contra
sexo, pantalón contra pantalón. Agarra el borde de mi suéter y besa mi cuello
con lentitud, creando un camino de besos húmedos por el escote, hasta
introducir parte de mi pecho en su boca sedienta y caliente. Dejo caer mi
cabeza hacia atrás y jadeo excitada. Siento todas y cada una de sus succiones,
sus caricias, la manera enloquecida en la que me saborea y consume. Agarro su
mano y la introduzco dentro de mis pantalones, bajo las braguitas.
En la mañana despierto mojada en sudor y agradezco las dieciocho
horas que me has regalado en esta ocasión. Perfecciono la técnica con los días
y como todo ser hambriento, quiero más. Faltan pocas horas para nuestro próximo
encuentro.
Diario del día trescientos dos junto a ti.
Aún estando en el exterior, el olor a fresas se percibe
fuerte. El bol descansa entre tus piernas y cada vez que mojas una de ellas me
siento infantil, pequeña. El azúcar cubre la piel rosada de la fruta y me
mancha las comisuras. Limpias mis labios con tu lengua y saboreas el fruto de
mi piel. El dulzor es placentero, pero su sabor no puede competir con el tuyo. Miro
más allá de la baranda de tu porche, alejados del mundanal ruido y sus gentes,
perdidos en nuestro espacio privado y secreto. Escucho lejanas las sirenas y el
bullicio de la ciudad. Las velas iluminan las tablas de madera bajo nuestros
cuerpos semidesnudos. Las sombras se reparten a nuestro alrededor y dibujan
extrañas formas en las paredes de la casa. Decides apartar el cuenco y
aproximar mi cuerpo al tuyo. Nos complementamos. Somos un solo ser. Retiras la
escasa ropa que cubre tu piel y me tumbas con delicadeza sobre la manta de
color marino. Paseas tu nariz por entre mis piernas y cuelas la lengua en mis
pliegues, mientras me acaricias el vientre. Agarro tu pelo con ambas manos y
enredo los dedos. Tu mirada me vigila, sonríes sobre mi entrada y dejas escapar
el aire de tus pulmones, provocando un espasmo en mi organismo. “Quédate conmigo”.
Me suplican tus ojos vidriosos. “No voy a parte alguna”. Intento contestar. “Quédate
conmigo, por favor”. Repites suplicante. “Estoy aquí”. Quiero decir. “No me
abandones, princesa”. Me exiges preocupado, levantando el tono de tu voz. Tu
gesto se endurece y contrae.
Otro espasmo arremete contra mí. Tus manos empiezan a
separarse de mi piel. Intento gritar. Mi cuerpo se agita involuntariamente. Te
veo alejarte. Hasta que empiezo a ser consciente de lo que ocurre. “¡No, aún
no!” Grito desgarrada. Mi estómago se encoge. La garganta se cierra. El corazón
se para. La luz me ciega. Un pitido insufrible machaca mis oídos. La oscuridad
se apodera de mí. Me marcho para siempre.
Los médicos no consiguieron reanimarme con la suficiente
rapidez. La avaricia de pasar más horas junto a ti dentro mis sueños y el
exceso de somníferos, te arrancaron de mi lado para siempre. Únicamente podía
tenerte durmiendo.
Tras mi muerte, ya no habrá un día trescientos tres.
2 comentarios:
Hola linda!
La idea me ha gustado, y creo que ya entiendo porqué es que me haces un corte entre el momento en el auto y... la playa?
Personalmente, me hubiera gustado que no fuera la parte sexual del amor lo que tuviera con su pareja, pero la idea ha sido muy buena. Muy buen twist, en serio, no lo vi venir, pero se presiente y lo hace interesante.
Saludos!
Mi Rubia.
Es un buen relato en líneas generales. El final me llegó de choque, no lo esperaba para nada.
Pasó de ser un relato erótico a tener un tono oscuro y melancólico.
Bien.
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