A la hora de comer
El comedor estaba inusualmente lleno, o eso me parecía a mí. Me gustaba sentarme al lado de la ventana para poder ver las vistas a la calle principal, siempre con transito de personas engullidas en su monotonía, muchas de ellas, la mayoría, sin darse cuenta de lo bonito del paisaje, las flores recién nacidas de los árboles, las filigranas de las fachadas y balcones engalanados con tiestos de cerámica, repletos de plantas luciendo sus mejores colores.
Aquel día parecía uno más, pero algo sucedió. En la puerta de entrada un hombre de espaldas daba las buenas tardes a la chica encargada de acomodar a los comensales, muy caballeroso le sonrió y se dio media vuelta para buscar donde sentarse.
Iba vestido con ropa sencilla pero a la vez elegante, un jersey de cuello alto color marino y unos pantalones beige perfectamente planchados. Tenía el pelo canoso, de un blanco inmaculado y engominado hacía atrás. Su sonrisa era cautivadora.
Intenté no mirarlo fijamente, tenía que hacer un esfuerzo sobrehumano para conseguirlo. Muchas de las señoras a mi alrededor lo miraban de reojo también, y por un momento sentí una punzada injustificada de celos, ya que era la primera vez que lo veía.
Aquel desconocido miró hacia donde yo estaba, sonriendo, y rápidamente desvié la atención al paisaje exterior, con las mejillas sonrosadas por la vergüenza.
Escogió una de las sillas de la mesa central del comedor para sentarse. Estaba de perfil, y di gracias porque así fuese, de esta manera podría observarlo sin que se diera cuenta del todo.
Sacó de su bolsillo la cartera y de ella una foto, en la cual se perdió durante un momento. Contemplaba aquel papel con intensidad, un gesto de nostalgia fue acompañado de un suspiro sordo. Me hubiese gustado en aquel momento saber qué mostraba aquella fotografía, quienes eran las personas que se dibujaban en ella y el por qué de su semblante entristecido al volverla a meter dentro de su billetera.
Imaginé cómo sería su vida. Seguro estaría casado, quizás viudo al venir solo. Por su forma de moverse podría tratarse de un hombre de oficina, tal vez un banquero o un político. La piel de sus manos daba ese aspecto de suavidad de alguien que no ha tenido trabajos muy físicos.
Sus ojos destilaban inteligencia y al tiempo pesadumbre, resignación, como si en realidad no quisiera estar en este sitio, sintiéndose incómodo al no acudir a una cita. Ya sé que son muchas conjeturas con tan solo una mirada, pero al estar sola resultaba divertido imaginar la vida de los extraños.
No os puedo decir por qué, pero las ganas de ir a hablar con él eran devastadoras, incluso hubo un momento en el que hice el amago de levantarme y acercarme hasta su mesa, pero ni siquiera sabría qué decirle, por lo que continué observándolo en la distancia.
Me imaginé entonces besando esos labios carnosos, tocando sus brazos y enredando después los míos en su cintura. Una extraña sensación de familiaridad, de sentirme a salvo con esa visión me hizo volver a mirar por la ventana, al fin y al cabo solo era un desconocido más, un hombre con vida propia, y yo una mujer soltera y resignada a seguir siéndolo. Pero la curiosidad podía conmigo, por lo que al acercarse la camarera a mi mesa, le pregunté en voz baja quién era aquel señor.
— Señora Carmen, aquí le traigo su medicación, ya son las doce de la mañana y debe ser estricta en los horarios al tomarla. Aquel hombre es su marido, ¿recuerda? Y estará encantado de que se una a él para comer hoy. Venga conmigo, yo la acompaño.
11 comentarios:
Hola talento, que sutiliza para tratar un tema tan escabroso, tan complejo...pura dulzura desprenden tus letras...una delicatessen nos has dejado... a tus pies querida...
Pasa buen día, besos sumisos...
¡Ay con ese doctor alemàn...como hace de las suyas!
Maravilloso
cordiales saludos
Magistral como siempre, nos has dejado un trocito de triste dulzura.
Me ha encantado, Irene.
Un montón de besos.
Ay! el alemán que malo es!
Estupendo relato cielo
Un beso
Me sorprendiste muy original el relato te mando un beso y te me cuidas
¡Cómo te gusta jugar con nosotros y darnos la puntilla! Zas. Ese comedor es muy vivído, y esa expresión, "ganas de hablar devastadoras" me chifla.
Besos.
siempre consigues desmontar las historias en el final :)
Precioso relato, aunque triste. Me estoy acostumbrando a esperar lo inesperado en cada relato tuyo...
Besos.
a mi me pasa igual, que cuando me paro en la puerta no se si iba saliendo o entrando
Me ha encantado!! Me has dejado totalmente en shock! te sigo!
Por cierto te dejo mi blog por si tienes tiempo o te apetece pasarte.
http://milirio.blogspot.com/
Irene, un bonito relato, es un placer leerte.
Un beso.
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