Resurrección de sangre a corazón
Aquí un relato que escribieron mis hijos adoptivos Holkan y Gael. Ellos a parte de ser unos niños maravillosos, escriben que da gusto. AQUÍ su blog para el que quiera pasarse a dar una vuelta no os arrepentiréis. Este relato le hicieron para una recopilación homoerótica, y a mi siempre me ha puesto la piel de gallina, si, lo he leído como unas diez o doce veces, jaja.
Que disfrutéis de la maravillosa lectura. De intensidad en todo el texto y por las sorpresas y magnifico final.
Os quiero mis chicos con todo mi alma, mis hijos bellos.
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Resurrección de sangre a corazón
La historia que estoy por contarte es relativamente corta a las que se han contado a lo largo de la historia. Puede que no la consideres especial, ni mucho menos interesante, pero para mí, que estoy viviendo mi epílogo, en verdad significa mucho.
La ciudad donde esta historia tiene lugar, es la misma donde tú vives. La era y el año en curso, también son los mismos en los que tu cuerpo se encuentra. Mi lengua y mi raza, son las mismas que las tuyas. Mi edad, lamento decepcionarte, no es la misma que tú tienes, aquí te cambio un poco la mecánica, en realidad tengo veinticinco años. La edad perfecta del ser humano dicen algunos, más lo que voy a narrarte ocurrió cuando yo tenía poco de haber entrado a la adolescencia. Tenía catorce años, es desde esa perspectiva que te diré las cosas. Ahora las entiendo de otra manera y no sé que fue peor.
…EN UNA MORGUE.
La oscuridad se dilataba frente a mis ojos. El dolor estaba siendo tan intenso y mi sudor era frío. Podía escuchar claramente como mi cuerpo era drenado de sangre. El elixir sagrado para todo Dios pagano salía lentamente de mis venas y arterias, el vacío que deja esa sensación, es algo indescriptible. Al mismo tiempo mi corazón era extraído de su lugar, con sumo cuidado. Por esos momentos el dolor dejó de atacarme y sentí que ya era mi tiempo de abandonar la tierra. Ese corazón hizo en mí el peor de los tormentos. Me torturó hasta que ya no pudo hacerlo más. Confieso que me sentí feliz de que me lo estuviesen arrancando, pero no dejaba de ser mi verdugo.
Sabía que una luz intensa color blanca se hallaba justo arriba de mis ojos. Mis sentidos me abandonaban y yo me resistía a creer que todo lo que estaba pasando era por mi bien, por mi vida, por los años que aún me faltaban de goce. Percibía en mi piel el frío de la morgue; esa que siempre está fría, siempre húmeda, siempre con un olor a cadáver.
Unas cuántas gotas de sangre aterrizaron sobre mi cara, tenía ganas de abrir los ojos y saber qué acontecía, sin embargo, no me atreví. Lo oídos me retumbaban a cada sonido de las máquinas que mostraban que yo seguía respirando. La nariz claro, era otro de mis suplicios. Mis fosas nasales completamente resecas por la sonda de oxígeno, ya no quería respirar. Tenía que hacerlo, tenía que seguir respirando. Sentí el bisturí rasgar algunos músculos que abrazaban mi corazón fuertemente. Aterrado de que en verdad iba a morir, grité.
––Esto no durará mucho, Noam.
––¡No me lo quites! ¡Me voy a morir! ¡Puedo sentirlo! ––supliqué, sin poder hacer nada más.
Continué chillando de miedo. Entonces lo sentí, mi corazón fue desprendido de mi cuerpo y acunado en los dedos de otra persona. Desde mi cuerpo inerte en la plancha metálica, la última gota de sangre decía «adiós» al resto de mis órganos que alguna vez la necesitaron para alimentarse y para respirar.
El tiempo se paró. Se silenció hasta los pasos de las arañas…
Al contrario de lo que pueda parecer, estaba burlando a la muerte misma.
Justo como Dios describe en la Biblia, mil años pudieron haber pasado y yo, apenas lo sentí como un segundo, o en realidad sí pasó un segundo y yo lo percibí como una eternidad.
Pude ver las estrellas a través del los más de ocho techos arriba de la morgue. Ellas me arrastraron y me acogieron, esperaban su turno para tomar mi alma. Me cautivaron con sus luces y lloraron al ver mi cuerpo con el pecho abierto, tan tierno y pálido. Yo también lo pude ver, mi alma estaba bajo el resguardo de los brazos de las estrellas, de la luz. La muerte no me alcanzaría a su lado. Las ganas de llorar, aún fuera de mi cuerpo, de ese recipiente de piel y huesos, se hizo presente.
Entre más me acercaba a ellas; sin la carga de un organismo lleno de morales y creencias paganas, tuve una asombrosa revelación. Las estrellas no eran más que tribus de espíritus, nada más y nada menos que eso. Nunca pude definir el sexo de ninguna de esas figuras incandescentes. Aunque jamás cruzamos una sola palabra, ellas o ellos, me advirtieron que si yo estaba ahí es porque me habían elevado a calidad de Dios; solo por unos segundos. Alguien lo suficientemente astuto me oculto de uno de los suyos, uno que pertenecía a la tribu cuyos humanos llamábamos «la muerte.»
Nadie entendía por qué estaba yo entre estrellas; como prefiero llamar a esas tribus de espíritus. Los miles de brazos me sostuvieron, entendían que debían hacerlo, que debían ocultarme, protegerme. Aún cuando mi cuerpo estaba lejos de mi propia alma pude sentir que uno de esas estrellas me tocaba la nuca, me la apretó tan fuerte que mis recuerdos explotaron y todas las estrellas comenzaron a ver no solo mi vida, sino mis sentimientos, mis anhelos, mis pocos miedos y mi intimidad prematura.
«Basta… no sigan. Quiero volver, tengo miedo», les dije a las estrellas.
Ellas se rehusaron a soltarme, tenían que mantenerme oculto hasta que «la muerte» regresara a sus aposentos a dormir, y era la muerte la que estaba precisamente en el mismo espacio dónde mi cuerpo yacía inerte.
Infectadas por uno de los sentimientos que salieron de mi alma, más tribus se acercaron, todas sentían: «curiosidad.»
Así pues, fue proyectada en la negrura del infinito, la noche en la que mi progenitora me dejó abandonado a las puertas de una gran mansión. Ahí estaba yo. Ya lo había escuchado de él, sin embargo, verlo era completamente distinto.
Decir que la noche era fría y tormentosa sería menos que una mentira, todas las tribus y yo pudimos percibir el calor de esa noche, seguro un recuerdo antaño de mi alma. Percibimos la humedad de mi pañal y el hediendo aroma de la cobija llena de moho.
Observaron mi lujosa infancia, llena de juguetes, buena comida y caros atuendos que siempre cubrieron mi piel. Puedo jurar que ellas rieron mientras miraban como era educado y todo lo que yo aprendía de mis profesores privados. Supongo que su burla era por lo que nosotros entendemos por: «conocimiento.»
De mi infancia saltaron a mi pubertad, cuando solo tenía doce años y una extraña enfermedad atacó mi cuerpo, la cual me mantenía con fiebres altas, alucinaciones, convulsiones. Sí, eso también lo recordaba perfectamente, viví con esa enfermedad desconocida dos años largos, un día finalmente me acostumbré a los achaques físicos y tantos días parecía otro chico normal. Así era mi vida, la enfermedad se aletargaba, dándole a él la oportunidad de analizarme en pos de encontrar una cura.
Llegó así la proyección que daba inicio en los patios traseros de la gran mansión. A la sombra de un ciruelo rojo, me encontraba yo, leyendo como de costumbre en mis ratos libres, el calor del sol inundaba el aire y la fragancia de los muchos ciruelos se pavoneaban en mis fosas nasales. Me sentía muy extraño ese día, llevaba noches enteras sin dormir causa de una extraña fiebre, una muy particular. La fiebre que no me tiraba en cama, más era profundamente insoportable, una fiebre interna que me obligaba a refugiarme bajo las sábanas de tela fina y acariciar mi cuerpo para aliviar mis nervios y ansiedad.
Ninguna estrella se apartó de mirar la escena donde yo tomaba un hielo del vaso con limonada y comenzara a frotármelo en cara, las mejillas, ambos lóbulos, bajando por las finas líneas de mi cuello, bajo mi nuca, arriba de mis clavículas y cayendo húmedo por mi tórax. Hubo una revolución en las tribus.
«¿Qué… significa esto?»
Un ser de luz, de una de las estrellas, el ser más valiente y cuya voz híbrida me cuestionaba sobre lo que mis recuerdos le engendraban a todos.
––Eso que ustedes están sintiendo en sus cuerpos luminiscentes, se llama: «deseo.»
«¿Qué es el «deseo»?»
Dijo, mientras todas se arremolinaban a mi alma.
––El deseo es un animal prehistórico que se aloja en el plexo solar y queda dando vueltas, esperando pacientemente el día en que sea liberado, si ese día no llega, transpira por cada uno de los poros, ardiente, quemando los pensamientos más abstemios. A veces se puede controlar, otras tantas, no. Cuando ese dinosaurio escapa por medio de caricias e imágenes que trastornan tu vista, solo puedes aventarte y dejarte caer para disfrutar.
«No entiendo».
––Ahora lo veraz.
Como si lo que hube dicho fuera una orden, todas las tribus, todas las estrellas miraron sin excepción, todas fascinadas, todas frotándose las unas contra las otras. Mi propio sentir corrompía en sus vidas efímeras.
No pude evitar sentirme avergonzado, hasta ese día, nadie sabía que yo me había estado masturbando a la sombra de ese ciruelo rojo. Me hice el amor a mí mismo una y otra vez, hasta que quede exhausto, ahogado en un charco diminuto y viscoso. No sé cuántas veces me toqué pensando en él.
«¿Quién es aquel hombre que te ha recogido, criado e invadido de deseo, y sin más te ha traído hasta nosotros?»
Escuché a las estrellas preguntar al unísono.
La persona a la que se referían era nada más y nadie menos que mi padre, el mismo que estuvo a punto de arrollarme cuando su coche último modelo estaba apunto de salir por las mismas puertas a las que fui abandonado, y que sin el grito de una de las sirvientas me hubiese convertido en un puré de bebé. El mismo hombre que me adoptó después de pensar qué haría conmigo una semana completa. El mismo hombre que venía de una prestigiada familia de médicos forenses (al menos en su mayoría) y que ahora era la cabeza de esa familia. Ese hombre era: Benjamín Jael Anatol D’Arossa VI, la persona que yo más respetaba y a la única que amé.
Las estrellas en su estado de perfección, eran estúpidas, no comprendían cosas como el parentesco, los lazos familiares ni de afecto. Me dieron pena profunda, ellas no eran sabias como creía. Las estrellas no conocían nada de nada. También pude sentir sus celos, todas querían vivir por sí mismas los mismos sentimientos que yo experimenté mientras estaba vivo, en lo que ellas decían: era un estado incompleto.
Vieron como la enfermedad me deterioraba poco a poco y los esfuerzos de Benjamín por erradicarla. Llegamos a mí décimo tercer cumpleaños. Sin perder detalle a mi vida las estrellas se mostraban frustradas. Hasta la fecha no puedo saber el por qué. Seguro seguían recriminándose por todo lo que se perdían por el simple y llano hecho de no estar vivas y poseer un cuerpo físico y mortal.
Seguramente su parte favorita fue el día que cumplí los catorce. Benjamín decidió que mi aniversario sería el mismo día que me encontró.
Ese día me levanté como siempre a las seis en punto de la mañana sin la ayuda de un despertador, ya estaba acostumbrado. Una de mis nanas me llevó ropa nueva, la más bonita que jamás hube visto. Yo presentía algo. Me cambié el pijama rápidamente y bajé con emoción las escaleras y luego me dirigí hasta la sala común. Mis ojos no daban crédito alguno a lo que observé.
Toda la servidumbre, mis nanas, hasta mis maestros estaban ahí reunidos, por supuesto Benjamín también. Sus manos aplaudían al tiempo que los labios pronunciaban el «feliz cumpleaños.» Jamás había tenido una fiesta de cumpleaños que no fuera una comida o la visita a algún lugar bonito y divertido, como un museo o una obra de teatro ––para mi, eso era divertido––.
Me cantaron happy birthday, cortamos el pastel y abrí mis obsequios.
¿Te cuento un secreto? No creo que las estrellas hayan comprendido ni un poco toda la felicidad que me hacía volver a revivir esos bellos momentos. No lo comprendían porque para ellas Benjamín era una persona por demás extraña que en público solo me presentaba como su aprendiz y que en cuestión de educación y etiqueta llegaba al punto de ser bastante estricto, pero que a solas, conmigo mostraba la faceta de ser más cálido y cariñoso.
Esa noche Benjamín me invitó como pocas veces a dormir con él. Para mi eso era el mejor de los placeres o regalos. Su cama era enorme. Una king size o más grande. El colchón mullido y alto, con sábanas lisas y edredones aterciopelados. En cuanto me acomodé mis pulmones absorbieron el perfume impregnado en las almohadas de Benjamín. Cada alvéolo se lleno de ese mágico aroma. La fiebre extraña regresó a mi cuerpo. El dinosaurio de mi interior se alteró desgarrando mi pecho, traté de controlarlo. No pude.
Si algo nunca noté en Benjamín fue su dormir, él siempre fue el primero en toda la mansión en despertarse y el último en caer dormido. Él se encontraba acostado a mi lado, quieto, silencioso, yo sabía que solo fingía. Una vez más todo mi ser se inundó de aquella fiebre que me tapaba los oídos, mientras mi corazón se estrujaba y quedaba como una uva pasa de la desesperación que mi piel tenía por ser rozada. Sin intención de algo más, de manera inconsciente, comencé a restregarme. Daba vueltas y vueltas para liberarme del intenso calor que me atacaba. No hacía ningún ruido aún cuando todo me parecía un sueño.
––Estate quieto o vete a tu cama ––me reprendió Benjamín.
––No puedo… Me siento tan extraño.
La bestia prehistórica escapó de mi cuerpo, me impulsó a actuar de manera inesperada. No lo pensé dos veces y me senté con rapidez, volteé mi cadera y me aventé al pecho de mi padre ––Aunque nunca me permitió decirle así––.
Él me sostuvo entre sus brazos, desconcertado de mi actitud. Tocó mi frente pensando que las fiebres altas habían regresado, y sí, pero no eran las que él pensaba. Mi cuerpo ardía en deseo y pasión. Lujuria o lasciva, eso era lo único que me atacaba.
Quería sentir sus brazos fuertes explorar centímetro a centímetro mi piel. Tenía la imperiosa necesidad de que llegara mucho más allá de lo que jamás nadie llegaría. Me ofrecí sin reservas a su adultez y experiencia. Él ya había comprendido lo que me sucedía y se limitó a dejarme ser. Me dio, en una silenciosa orden que le diera rienda suelta a mis carnales deseos.
Sus labios me parecieron la misma vida cuando los junté con los míos, su saliva fue el mismo elíxir de los Dioses y yo, la degustaba grabando a flor de piel. Creyendo que solo me iba a permitir llegar hasta ahí, solté un gemido de desesperación, quería más, no solo frotar mis genitales en su pelvis; dónde ya me encontraba sentado. Instintivamente use mis manos como una herramienta de seducción. Necesitaba mirarlo, me urgía como nunca clamar por el calor de su propia piel.
El vello en pecho que se asomó al desabotonar su pijama, me recordó a los bosques sagrados de aquellos libros de fantasía que leí en mi infancia. Me agaché para besarlos, sentir el cosquilleo en mi húmeda lengua, que como una serpiente se deslizó por toda la zona, tentativa.
Entonces lo sentí. Benjamín estaba al borde de sí mismo. Me tomó bruscamente de los hombros y dio media vuelta conmigo, recostándome. Teóricamente arrancó mis ropas y dejó al descubierto mi tierna piel. Me sentí morir cuando una sonrisa escapó de sus labios al ver mi pequeña erección. Yo siempre fui un chico pequeño, aún para mi edad y buena nutrición, siempre balanceada, más nunca crecí lo que tenía que crecer, incluida las diferentes partes de mi cuerpo. Qué humillación sentí al saberme pequeño frente a sus casi uno noventa de altura. Yo era pequeño y Benjamín me hacía verme más diminuto.
Como a los recién nacidos cuando se les acuna en brazos para arrullarlos, así me cargó entre sus brazos, totalmente desnudo. Procedió a besarme con mayor fuerza que antes, y yo… yo creía que me arrebataría más que solo el aliento. EL beso terminó pronto muy a mi parecer, pero ahora la víbora que incita al pecado era su lengua y su boca que recorrían mi cuello como el hielo que alguna vez me froté. La sentí por mi pecho poco amplio, mis hombros también fueron asaltados, la cavidad de mis axilas. Absorbió mis pezones con fuerza hasta que de los convirtió en dos montículos carmesí. Mi palidez fue transformada en un lienzo con manchas rojas. No me importó. Si Benjamín quería romperme o deshacerme, en esos momentos tenía la perfecta oportunidad de hacerlo.
Me entregué sin pensar en las consecuencias, sin saber que eso podía ocasionar que con el pasar de los días me tratara con el látigo de su indiferencia más que nunca.
Volví a chillar quedamente al advertir el calor de su mano postrado en mis partes más intimas, las que solo yo me permitía tocar. Estaba sudando, revolcándome en un placer inimaginable y suculento, envuelto en el mayor de mis privilegios. Estaba siendo manejado por manos expertas que se daban el lujo de regocijarme. En aquellos momentos todo me importaba una completa nada. La extraña fiebre aumentó hasta sofocarme, me quedé sin respiración y mi cuerpo se erguía en un camino cuya puerta de entrada estaba siendo abierta por la virilidad de mi poseedor.
La apertura de esa puerta y de ese camino me dolió en demasía, lágrimas brotaron como señal de mi sometimiento. Debido a mí estreches, el camino fue empapado de a poco por la escasa semilla paradisíaca proveniente del cuerpo de mi padre.
Esa noche, en la que cumplía catorce años, Benjamín y yo nos revolcamos entre sábanas de ceda, algodón egipcio y terciopelos europeos. El jardín secreto de mi cuerpo fue descubierto por el explorador más bello sobre esta tierra; a mi me pareció así.
No tenía la menor idea de cuan ebrio estaba dentro de mi mundo perfecto. Él si lo sabía, él si llevaba la cuenta de las veces que el golpeteo en mi próstata me hizo expulsar su líquido premio. Fui explorado en cuatro ocasiones.
Todo lo bueno tenía que terminar y mi cuerpo, débil por la enfermedad no lo resistió más. Quedé exhausto, pero bastante feliz al sentir escurrir toda la energía de Benjamín. Me acurruqué junto a él, me fundí cerca de su cuerpo hasta derretirme. Lo sabía, me estaba muriendo.
¿Por qué mencioné que esta particular escena de mi vida fue la favorita de las estrellas? Sencillo, ellas terminaron conmigo. Me bastó ver por el rabillo del ojo un par de veces para adivinar que todas estaban follando, todas las tribus se montaron en una orgía universal y brillaron tan fuertemente cuando sintieron sus orgasmos. Fue un maravilloso espectáculo. Siendo espíritus sin cuerpo, todo se volvió una masa de luz, representación de lo que yo sentí cuando Benjamín se corrió en mis entrañas. Se fundieron, se hicieron un solo ser.
Cansadas de la paradisíaca forma de experimentar incitadas por mis recuerdos, solo algunas regresaron a ver la continuación y desenlace de mi historia. Al fin de cuentas, querían saber que hacía yo escondido entre ellas.
Fue así como la penuria las invadió como una bacteria mortal.
Después de entregarme a Benjamín cada noche después de mi primera vez, la vida comenzó a escapar de a poco. Cada día que me levantaba me notaba peor, más demacrado, más pálido, un día ya no pude desayunar, alimento que entraba a mi estómago, alimento que era vomitado en una fuente de líquidos estomacales con bilis. Me desnutrí al punto de ya no tener fuerzas para levantarme.
Todos en la mansión D’Arossa temían lo peor al oler en el ambiente el incienso a muerte.
Mi cuerpo no era más que desnutrición, tenía los huesos pegados a la piel reseca y acartonada. Lo que más lamentaba era que ya no podía siquiera besar a Benjamín en las noches, la fuerza no me daba más.
Una noche, desperté por los pasos de él acercarse a mi cama. Me sacudió levemente para espabilarme. Quise hablar y él me hizo la señal de silencio. Me enredó entre las sábanas cual capullo de gusano y me cargó. Yo era una pluma en sus brazos. Sus ojeras me lo decían todo, la preocupación de perderme era su peor miedo.
Me acostó en el asiento trasero de su coche asegurándose de colocarme el cinturón de seguridad. Subió, prendió el coche. El rugido del motor casi me explotó en mis sensibles oídos, sentí un tremendo jalón cuando metió pie al acelerador.
Durante el trayecto abrí un tanto los ojos y observé las estrellas como líneas en el cielo. El coche iba tan rápido que distorsionaba todo, en esos momentos pudimos haber sido detenidos por la policía bajo el argumento ya no de ir a exceso de velocidad, sino por literalmente volar bajo. La tensión de Benjamín llenaba el interior del coche. Fuera lo que fuera llevaba prisa, y mucha.
Fue de esa manera en la que me enteré del pasado nunca antes revelado de Benjamín y su familia. El que la mayoría fueran médicos forenses tenía su razón. El hecho de que su apellido tuviera un número tenía su razón.
Al llegar a la morgue me recostó sobre la plancha metálica que luego serviría para darme mi suspiro de vida.
Benjamín me explicó que su familia, desde tiempos inmemorables se dedicó a ser la última persona que tocara el cuerpo de una persona. Durante los tiempos difíciles, como la peste bubónica, la Gran Guerra, la Segunda Guerra Mundial y otras atrocidades mundiales, su familia era el sirviente de la Muerte. Debido a tanta lealtad, la Muerte les concedió un deseo. Un privilegio para tratarse de un «ser» que no distingue entre razas, religión, moral o riquezas.
Todos los humanos desean algo, y lo que más desean es vivir eternamente, pero ese anhelo es algo que ni la misma Muerte puede cumplir. Así que el segundo mayor anhelo sería, elegir el momento de su deceso. Ese, fue precisamente el pacto que una de las cabecillas de la familia firmó con la Muerte, más no fue exclusiva de todos los miembros. Solo los primogénitos podían ser bendecidos bajo la condición de que entre ellos heredaran por medio de un transplante su propia sangre y el órgano que la mantenía en movimiento: el corazón. De esa manera la sangre representaría el eterno círculo en el que los humanos nos encontramos día a día, y que como en la antigüedad se necesitaba limpiar el agua con agua viva, ósea agua corriente, la misma sangre en movimiento recordaría a la Muerte su promesa, el corazón solo era el mero sacrificio.
Sus palabras me dejaron helado. El sabor a hiel en mi boca fue intenso, yo no era hijo de Benjamín, al menos no de sangre, yo estaba excluido. Fue entonces cuando entre mi lucha por no dejarme caer y ver sus ojos llenos de devoción… lo comprendí.
Benjamín haría un sacrifico de cuerpo completo.
Intenté negarme, alegando que no valía la pena salvar a alguien como yo. La muerte ya me acechaba, lo sentía, siempre lo sentí, solo quería morir en brazos de Benjamín, sin embargo, nada de eso pasó. Las cobijas y mis ropas me fueron quitadas, fui conectado a varios aparatos médicos y escuché claramente el sonar de los instrumentos siendo preparados para la operación.
Dos sondas fueron introducidas en las venas de mis bazos, por una se drenaría mi sangre común, por la otra entraría la sangre del pacto, la Benjamín.
Para evitar que la Muerte me llevara antes de tiempo, Benjamín aprovechó su contrato con la Muerte recitando al aire unas palabras que no pude entender. Entonces tomó un bisturí afilado y abrió su piel. Una línea roja se dibujó en él: se estaba extrayendo el corazón, al mismo tiempo que me transfundía su cálido líquido vital.
Varias veces lo escuché decir «aún no puedes llevarme», lo escuché suplicante, la Muerte ya lo estaba esperando mientras se debatía impotente sin saber a quién tenía que cargarse al hombro primero.
La cirugía extranormal duró un par de horas. La película de mi vida finalizó justo en el momento que las estrellas vieron la escena exacta donde varias de ellas me cargaban para esconderme entre ellas.
«El pacto, ya fue sellado».
Apenas terminé de escuchar las voces híbridas cuando sentí como si alguien me jalara de los pies y me aventara de nuevo a las fauces de la tierra. En mi descenso por microsegundos observé una estrella que ya venía de regreso, en sus brazos, la figura transparente de Benjamín. Grité desesperado. No me pude despedir de él, él tampoco de mí.
Cuando desperté, estaba desnudo sobre la plancha fría y metálica. Las lágrimas llenaron mis ojos. Las estrellas habían cumplido con su trabajo impidiendo que la Muerte me llevara. Benjamín la burlo estoicamente al donarme su sangre y su corazón. Sentía la sangre caliente de mi padre llenar cada vena y cada artería y cada órgano, su corazón ahora latía en mi cuerpo. Bajé la mirada y ahí estaba ya cerrada, la marca que me salvó. Quedaría en mi una cicatriz como señal de que alguna vez hubo sobre la tierra una persona que me amó al grado de sacrificar su vida por la mía.
No sentía dolor, no sentía mareos, no sentía nada… solo tristeza. Entre llanto y con la cara empapada de lágrimas me vestí y salí de la morgue. Resucitado de sangre a corazón.
…ACTUALMENTE.
Inverosímil, si. Extraño, si. Depresivo, también. Esta es la historia de mi vida, de mi segunda vida y de mi amor perdido. Actualmente estoy más sano que un toro y más solo que nadie en el mundo. Nunca me casé, nunca más me volví a enamorar, porque considero que nadie podrá jamás igualar todo lo que Benjamín me obsequio. Amén por ello.
Hoy por hoy soy un destacado médico forense, mi nombre: Noam Benjamín D’Arossa VII. Cabeza de la importante familia de médicos forenses.
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