Siento haberme retrasado con la publicación de hoy, pero un problema medico me mantuvo en el hospital toda la noche, por eso no pude publicar antes, pero ya sin mas dilación continuamos con el siguiente concursante y recordar que las opiniones y comentarios a cerca de los relatos participantes sean constructivos, de buen gusto y con respeto.
En la cabecera del blog encontraréis el resto de relatos ya publicados, por si os habéis perdido alguno.
Ahora a leer y disfrutar
Muchos besos
Letanía del profano (Eidyllion Mc'Farlanne)
Una noche fría, húmeda, cuyos aromas recurrentes eran la muerte y la soledad. Una noche sin más expresión que aquel manojo de halo de luna. Así, al final es como se traducía el pasar de los años y los meses para él, para Mario.
El sonar incesante y algo desquiciado de las aves nocturnas, cuyos ojos avizores paseaban por la espalda de alguna rata de alcantarilla. Ahí, justo ahí es dónde se lograba recordar por última vez aquel ser pálido, misántropo y desquiciado.
Mario paseaba errante por las tinieblas de la ciudad, de pueblos y atardeceres dejados atrás. Siempre inquietante, siempre vagabundo. La colilla muerta resbaló por sus marfileños dedos. Tan asqueado de todo, por siempre y para siempre. De ahí en más, solo dejar huellas borrosas y misteriosas en su andar por la arena, por el lodo, por el sucio y desgastado vaivén de una calle famélica y gris.
Los vapores de una fragancia de burdel y corrupción llegaron de golpe a sus afinadas fosas nasales, esas que lo percibían todo, las que conocían cada secreto manchado de vergüenza y penurias de aquellas tantas almas tristes que ocultas en un cuerpo iracundo se dejan llevar por el frenesí de la noche. Solo… para desahogarse.
Parsimonioso, sigiloso y saboreando la flacidez de aquellos pechos marchitos; que tan expuestos eran decorados con joyería barata y pinta labios rojo carmín, se acercó Mario. Sin recibir un «no» por respuesta, sus manos delgadas, sus dedos flacos y su hambre serpentearon apenas por el cuerpo de la mujer, de esa prostituta cansada y deprimida. No era ningún manjar, no era siquiera el esbozo de algo delicioso, ni mucho menos un mísero gusto al paladar; que siglos atrás conoció los «buenos tiempos.»
Atravesando la vida, parando el palpitar, profanado el acto sagrado y arrancando el suspiro de la vida, Mario se dejó caer con la dama galante; pequeño desliz que probaba una vez más en muchos siglos que aún podía sentir empatía. Solo un poco de empatía. La muñeca sin vida cayó, la vida se esfumó. La tristeza y la muerte volvieron a cubrirlo todo bajo su manto espectral. ¿Qué no siempre fue así?
Por favor, que no me muera de frío.
Por favor, que me muera de calor.
Calor de un romance perdido, de uno añorado y de uno acuchillado. Calor que solo se encuentra al encajar la herramienta hambrienta en el anillo secreto de una dama joven. Calor que solo se encuentra al hundir la herramienta en el desprevenido abismo de un doncel buen mozo.
Desgracia, dolor, pesares de un cuerpo duro y blanco como el colmillo de un elefante y tan afilado como el de un lobo hambriento, que con el tiempo comprende que solo es el corazón lo que se vuelve completamente indestructible. Tragedia solemne, épica manera de nombrar una vida sin muerte, una muerte sin vida. Una vida sin vida y una muerte sin muerte.
Pies descalzos recorren su eterno andar, agitados por el mar de éxtasis que aún saborea en sus labios, en los colmillos afilados como flechas que apuntan a los infiernos, Mario aún no está satisfecho… y comienza a correr. Correr para dejar a la prostituta, a la corrupción, pero nunca, nunca a las sombras. Corre desesperado, olfateando cada esquina y cada sombra lúgubre de callejuelas. Mario entonces queda en trance.
Bella y espléndida figura se pasea por las calles del mal, tan contrastante con el paisaje urbano. Como fantasma se pasea en ropas negras y rojas, con la cara de un muerto y los ojos color Diablo. Piel envuelta en más piel, piel de mentira, piel de acrílico. Como una gran funda que pareciera proteger a ese cuerpo frágil y peligrosamente delgado. Y Mario sabe que criatura más perfecta no puedo encontrar. Una rosa entre el basurero. Se agita sobremanera, la pesada saliva escurre como río naciente que yace al momento de caer y estrellarse contra los adoquines múltiples, tan llenos de todo, tan vacíos al mismo tiempo.
Norman se estremece con la sensación, se pregunta qué será aquello que aqueja su nuca y eriza su piel pegada a los huesos. Apresura ese andar flojo y estúpido, quiere llegar pronto a casa, recostarse y soñar, soñar con Ofiuco, Thanatos y con la bestia que lo devorará.
Tengan piedad, que estar despierto no sea realidad.
Tengan piedad, que la pesadillas no sean mi cruda realidad.
Tengan piedad, ¿alguien me pueda dar más Diazepam?
Mario persigue a Norman. Norman persigue su propia sombra, y la sombra de Norman huye de las luces provenientes de las farolillas que amenazan con darle fin, darle fin como Mario muere por cortar el hálito desgastado de Norman. Una carrera ha comenzado y el desenlace es casi tan exacto como el pasar de la bóveda celeste año tras año en un mismo lugar. Tan predecible como las olas del mar con sus mareas a la danza de la reina blanca de la noche, tan divorciada del Sol.
Y sin más, ¿cuántas veces se voltea una persona para ver de quién son esos pasos que perturban? Norman, el extraño Norman llega a su casa, el diminuto nido dónde logra aislarle, de la suciedad que es la sociedad, se quita el abrigo y lo deja como cadáver en un sofá lleno de capas de polvo y disgustos, todos acumulados por los años, todos no son más que hastío por la vida. Se quita la ropa no para desnudar su cuerpo, sino el alma que gruñe por libertad, por sobriedad, por un momento para expelerse de todo lo que la aqueja. Así es el alma de Norman. Algo inquieta, algo torcida, muy consumida.
Ojos de plata, uñas de cristal. Todo mira, todo percibe, al acecho, tan gatuno. Mario se ufana de lo buen cazador que es, se lamenta también, de lo cruel que se percibe encontrando, deseando, saboreando un tesoro como lo es Norman. Un tesoro que solo quiere destruir, porque es apetitoso, porque espera paciente un siglo o quizá dos para reencontrarse con la melódica hermosura de un cuerpo en perfección de edad y complexión. Aquellos ojos de plata se posan en el cabello rizado, en la mano que perezosa abre la botella de coñac y persiguen la gota derramada del elixir embriagante. Sus uñas cual cristal pulido se entierran sobre sí mismo con el ardor que esa imagen le provoca. Mario comienza a frustrarse. Mario no quiere arrepentirse de la hecatombe.
Que la oveja no le de lástima al león.
Que al rebaño no le tengan piedad.
Que el pato no le tire a la escopeta.
Adictivo, íncubo parasitario, blasfemo e irrisorio. Con los instintos usurpados de golpe, Mario lo desea, lo desea para siempre y para siempre es: conservarlo, llevárselo lejos, poseerlo y admirarlo. Como en un museo, como Dios lo hace con los humanos. El nudo en la garganta es demasiado feroz para ser tragado, las ansías corrompen su sistema, el hambre se apacigua y viene el deseo fugaz, el capricho único que la eternidad deja concebir a la lengua rosada que disfruta los crepúsculos venideros tan llenos de deseo, tan míseros en pasión verdadera.
Abigarrado, Mario espera el momento de la embriaguez absoluta, del momento póstumo a la nueva eternidad esclavizada. El cielo es color púrpura y la nata amarillenta que pulula sobre de él, es solo polución pestilente. Casi tan pestilente como las axilas de Norman, recovecos varoniles que exponen un día más de vida entre la mar de gente y el silencio de un antro de mala reputación. El aire es dulzón, el resto es solo alcantarilla y heces de perro o meada de gato.
Norman se yergue sobre sí mismo, se tambalea, pero lo hace sobre el mundo que se desquebraja a pedazos, para colmo de males, con él aún a bordo. Quiere expulsarlo todo, la ira, el rencor, la desilusión de un amor psicópata, extraño y torcido. Norma va al baño, es posible que ya lo sepa, es posible que ya lo haya detectado, ahí, donde la cortina mohosa es casa de arañas prostitutas y mosquitos desquiciantes, tan devoradores de sangre como ese que acecha en silencio.
Extrañado por el entorno que los aqueja, Mario, ¡oh, Mario!, se confunde, se vuelve loco, se exaspera, quiere darse de topes contra la ventana y vomitar soeces palabras al tiempo que nunca le dio importancia, pero que justo en aquel momento era insoportable. Loco, desalmado, desquiciado por la cotidianidad de todo, Mario salta al ataque. Y los cristales son lágrimas suicidas de un epitafio anunciado, y también son flechas asesinas que atraviesan gusanos apolillados en la alfombra color amatista. Tan sucia, tan vieja.
La dulce mordida fue cruelmente dolorosa para Norman. Norman sintió el cielo juntándose con el infierno. Cómo deseó pedir auxilio a las deidades morbosas y a las huestes burlonas. La sangre, oro rojo, caliente, caliente como lo estaba Mario, tan espeso, como la saliva de Mario. Norman, un majar hecho realidad, dos siglos de espera y dos segundos de orgasmo bucal. Pero Mario quería más, quería inmortalizar el momento, el oro rojo, el sudor de hombre, quería ser siempre y para siempre el Amo de Norman.
Colmillos que se enterraban como gusanos de la salva en la piel pegajosa de Norman, la piel de hombre sin madurar, sin ser niño tampoco la piel de pecador, la piel que no sería otra vez más piel, ni que envejecería.
Los dedos de Norman blancos se tornaban de tanto apretarlos. Eran como pajillas de las que escurría apenas una gota de sangre y otra de vida. Su corazón cedió en revoluciones y su mente extirpada de sueños, también cedió. Pero Norman no fue el único en renunció. Mario, aquel diabólico ser también cedió, ante la tentativa de arruinar su tesoro. Casi con lágrimas de placer en los ojos los colmillos fueron retirados y ya no brotó la sangre.
Duerme tranquilo, que pronto descansarás en tu nuevo lecho.
Húmedo de olvido, que muy cerca acaricio tu deseo, robando tu aliento.
Y heme aquí, corrompiendo tu ser.
No, ninguno de los dos soñaban con nada, ni el que fue humano alguna vez, ni mucho menos el que ha renacido como hijo de la noche. Las pesadillas de la vida eterna serían menos agotadoras, como agotador era vivir día a día, solo para despertar y recordase vivo. Qué las tinieblas o la luz no pesaran sobre las espaldas cansadas, sobre las rodillas doloridas ni los corazones lastimados. No, nunca más los pesares sobre ellos caerían, ni acecharían brujas en una esquina. No, nunca más.
Mario, entrelazó sus dedos en el cabello de su premio, de ese que tanto esperó. Sintiéndose ebrio por el alcohol en la sabre bebida, succionada. Terminó con aquel ritual perpetuo y milenario y solo faltaba observar. Sintiéndose como Dios en el día de la creación, el también destruyó, creo y descansó. Regocijado de su creación, de ese pequeño momento de caprichoso desdén por la inmortalidad, a Norman se llevó.
Duerme que te acaricio con el velo de la muerte.
Que con mi beso podré finalmente poseerte, por siempre. Amén.
Gozaras de lo prohibido, pues nunca hallarás la paz,
en esta nuestra funesta hora, tu alma agoniza.
Como el adagio y réquiem, Mario se alejaba de ahí, de la ciudad de los vicios, de esa Gomorra moderna, de la Sodoma renacida. No miró atrás ni a los lados, solo al frente, como siempre lo hacía, cual era su costumbre vagabunda.
El deseo de verlo despertar en su renacimiento, cual mariposa negra que anuncia la muerte en vida. Deseando que su creación perfecta lo amara tanto como lo amaba él, pero no era amor real, era orden, un orden corrompido por la luz del Creador, del osado de los cielos y los mares poco profundos.
Que tu semilla no florezca, que tu vitalidad languidezca.
Que solo sientas placer, pero dicha jamás.
El sol quemará tu cuerpo y mis besos llaguen tu ser.
Que al yacer tu mente se extravíe por un infernal dolor.
Solo era el tesoro, la adquisición. Años atrás lo deseaba, meses atrás lo añoraba, pero después de tanto tiempo de esclavitud, desde esa noche mórbida y dolorosa, Norman nunca deseó la muerte, pero ahora muerto en vida, las cadenas de la eternidad, el pecado y la devastación lo unían a Mario, el destructor de tesoros, el asesino de sueños, el creador de letanías profanas.
Y por siempre y para siempre, Norman escucharía en su esclavitud las mismas palabras todas las noches de luna roja, de luna llena y también, las noches sin luna, ese poema maldito, que a punto del alba, solo recitaba:
Duerme tranquilo, que pronto descansarás en tu nuevo lecho.
Húmedo de olvido, que muy cerca acaricio tu deseo, robando tu aliento.
Y heme aquí, corrompiendo tu ser.
Amén.
7 comentarios:
Vamos a ver.
¿Qué quieres que diga?
Sin lograr una ejecución perfecta, e incluso con algunos fallos tanto en gramática como en vocabulario, aún así, debo decir que este texto me ha parecido SUBLIME.
Logra envolver al lector en un halo asfixiante de depresión, en un agujero oscuro e inmundo donde cualquier sentimiento, el amor, el placer, todo, está corrompido.
Me han parecido magistrales los incisos que realizas a lo largo del relato. Creas una atmósfera degradante y terrorífica.
Creo que el objeto de cualquier escritor debe ser despertar algún tipo de emoción o sentimiento en el lector. Por ahora, sólo dos o tres textos lo habían logrado conmigo. Sumo el tuyo a esta lista.
¡Felicidades!
Me gusto un poco fuerte pero muy bueno
Puedes ver la reseña de tu relato y de todos los demás en:
http://homografiagay.blogspot.com/p/comic.html
Un texto exquisito, como dice Relatos de sal 2 o 3 junto al tuyo "dan algo", un tema típico, pero no llevado al amor tedioso que nos muestran las "pelis" de Hollywood. La oscuridad de tus palabras hacen un relato diferente y agradable de leer. Enhorabuena
Un saludo
Juanjo
Me gustó. El toque, para mi, lo dan los versos... Sisis, me gustó.
Barroco, turbador, desolador, y sobre todo magistral, envolvente, y de los que te tocan el alma. Muy buen relato.
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